El tiempo, como los camaleones, tiñe nuestras vidas de diferentes ritmos. A veces pasa rápido, otras lento.
El tiempo es lo que nos une y separa. Nos vuelve a unir. Nos separa para siempre.
A veces hablamos del tiempo "qué tiempo tan bueno hace" o "cuánto tiempo ha pasado desde entonces...". El tiempo tiene infinitos significados. Demasiados.
El tiempo ya está cuando llegamos y permanece tras nuestra marcha. El tiempo se queda siempre, esperando otra escena más, eterno espectador del segundo siguiente, paciente y mudo.
Muchas veces le odiamos. Otras, sin embargo, le queremos.
El tiempo es importante. Creamos refranes, dichos y canciones en su nombre: "al mal tiempo buena cara", "tiempo al tiempo", "hace tiempo que sé que el mundo no es mio".
Nos falta el tiempo y también, como nos sobra, hacemos tiempo.
Buscamos cosas durante mucho tiempo para después perderlas en muy poco tiempo. El tiempo tiene varias escalas de medida. Lo podemos limitar a años o a segundos, a bueno o malo, a importante o irrelevante.
Nos empeñamos en calcular el tiempo, en darle un valor numérico, como si pudiésemos abarcarle con nuestros brazos. Pretendemos convertirnos en sus carceleros y no nos damos cuenta de que es él el que nos tiene atrapados, amarrados con sus cuerdas invisibles.
Le echamos la culpa para esconder nuestra cobardía, le convertimos en la mejor excusa para mentir(nos) porque el tiempo no se puede defender, no habla pero no le hace falta. Pagamos nuestras mentiras con nosotros mismos.
El tiempo nos deja hablar, y hablar y hablar... hasta que nos cansamos y, acercándonos un poco a él, pasamos a escuchar.
El tiempo nos espera, nos escoge, nos da siempre otra oportunidad. Siempre otra oportunidad.
Otra. Y otra. Y otra...
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